Érase una vez un niño que tuvo la mala suerte de nacer en un país lejano,
donde el frío del clima era un presagio de la soledad y desapego que iba a recibir en sus primeros años.
Ya desde la concepción y el embarazo, le falto el amor de su progenitora (a quien no podemos llamar, en el
estricto sentido del término, madre), y le sobraron otras muchas cosas que no vienen al caso.
No tuvo la suerte de gozar de las miradas de amor de una madre, ni de disfrutar de las sonrisas y carantoñas
que guían al niño a sentirse amado. Le faltaron también las caricias de un padre, y el contacto comprensivo
y amable de abuelos, tíos, primos, o hermanos. Le faltó, en suma, todo aquello que ni siquiera los animales
niegan a sus crías; ese amor, esa calma que da saberse querido incondicionalmente, y aprender a calmarse en
el confortable calor del abrazo maternal.